Por: Enrique Dsz
@enrique_dsz
Paolo Sorrentino lo ha logrado. Ha creado un
verdadero superhéroe con el que nos podemos identificar todos los nostálgicos,
los que a veces sufrimos de una melancolía extraña que nos ayuda a ver la vida
de un sinfín de maneras. Es el superhéroe del cine, un pequeño santo para todos
aquellos que renacemos en las obscuras salas de nuestro barrio. Su nombre: Jep
Gambardella. Su profesión: vividor ejemplar, depositario de las añoranzas de
todo dandy en ciernes o consolidado.
La Grande Bellezza es el testamento que Jep nos
escribe, un pequeño legado que deja quizás sin afán de dejar, un acercamiento a
lo más valioso de su vida, que el espectador puede tomar si gusta, si es de su más
remoto interés.
Para los no interesados, se trata de una visión
bizarra y a veces incómoda de un lugar que conocen: Roma. Para los interesados,
se trata de un lugar especial, seductor, que confiamos existe, pero no podemos
determinarlo con seguridad, ni siquiera con un mapa.
La Roma Sorrentina es también la Roma de Fellini,
de Rossellini, de Passolini y de De Sica. Es la ciudad eterna, la ciudad
abierta, Mamma Roma. Jep, nuestro héroe juega con ella a sus anchas, toma agua
de sus emblemáticos bebederos, camina sobre el adoquín de la Vía Veneto, se
detiene a reposar debajo de un mítico pino italiano de piedra. La ciudad esta
tan abierta para él como para Marcelo y Anita en la Fontana de Trevi, para
Fanny Ardant quien baja de una escalinata, o para Ramona, que se desnuda en un
club por las noches y se convierte en las más perfecta de todas las dulcineas
contemporáneas.
Nuestra Roma y la del director danzan toda la noche
en una terraza, hacen el trenecito que no lleva a ninguna parte y a la vez a
cualquiera. Se miran con asombro cuando se abren las puertas de un castillo
privado, se reconocen frente a Neptuno, dios del mar y del puerto hacia todas
las aventuras, se toman de las manos con Jep y Ramona, nuestro recordatorio de
que se puede encontrar amor siempre, no un amor fastuoso y lleno de pretensiones,
sino uno íntimo, noble.
Jep se convierte rápidamente en nuestro héroe
porque se vuelve nuestra voz y nuestros ojos. Es él, el depositario de nuestros
más entrañables deseos, nuestro deseo de bailar, de admirar, de disfrutar y
hacerle frente a lo incomprensible, a la partida de algunos, a la partida
futura de todos. Jep, un ser luminoso y especial no es intocable frente al
dolor, lo siente y mucho. Pero muestra una resiliencia genuina, forjada por sus
años, que lo lleva a ver el placer y el placer de tener compañía como el único
camino. Jep se mantiene sobre el tren como muchos otros italianos, por su
confianza en que los momentos más fortuitos pueden ser los más liberadores.
Roma tiene sus particularidades, sabemos que los
departamentos con vista al coliseo son los mejores, que lo importante es saber
dónde y qué ordenar para cenar, y lo fundamental: el mejor sastre de la ciudad
es Rebecchi, un hombre laborioso. Pero lo que Roma nos puede enseñar a todos, a
aquellos que vivimos a miles de kilómetros de distancia, es en creer en la
magia, a convivir con ella como si fuese una hermana. La vita en todos lados es
un trucco. Jep lo reconfirma frente a un animal gigante, con un amigo sabio que
le da una palmadita para seguir adelante.
Todos los héroes dudan, por eso son héroes.
Así que sin más, termino alabándolo: ¡Larga vida a
Jep! Guerrero romano que no da marcha atrás, amigo y amante como el más digno
de todos los humanos. Ser maravilloso que existe en todos nosotros, ser
fascinante en la más fascinante de las ciudades, la que habitamos.
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